Tito Lenteja, enviado especial de Notihumor al Mundial de Clubes
El avión aterrizó en Ezeiza sin turbulencias, aunque algunos esperaban que al menos una ventisca hiciera sentir algo de vértigo, ya que en la cancha eso estuvo completamente ausente. Boca empató 1 a 1 contra un equipo semiprofesional cuyo capitán es docente de biología.

Tuve la suerte —o el castigo, según se mire— de compartir el vuelo de regreso con el plantel. Fue un viaje tranquilo: los jugadores durmieron como troncos, tal como declaró Miguel Ángel Russo al bajar del avión. Literalmente como troncos. Rígidos, duros, sin reacción. Y así venían jugando también.

“Estoy conforme con el rendimiento”, me dijo Russo mientras removía con una cucharita el café de aeropuerto más insípido del hemisferio sur. “El rival fue digno. Nos enfrentamos a un equipo con mucho orden… y varios parciales corregidos en la mochila.

Le pregunté si le preocupaba que el gol lo haya hecho un profesor de Ciencias Naturales que había pedido el día con goce de sueldo para poder asistir al partido. “Para nada”, respondió Russo. “Al contrario, nos gusta fomentar la educación. Es parte de un programa de inclusión que tenemos: que cualquiera pueda hacerle un gol a Boca.”

Mientras hablábamos, los jugadores hacían fila para subir al micro. Algunos todavía bostezaban, otros confundían la valija con la pelota. Advíncula casi se sube al colectivo escolar de los rivales, pero lo frenó un auxiliar que notó que llevaba botines en vez de cartuchera.

El gol del empate llegó cuando el maestro Christian Greay —docente de Nueva Zelanda— cabeceó como si fuera un examen recuperatorio y la clavó al ángulo. Los centrales lo miraron con respeto, casi con admiración, como si hubiera resuelto una raíz cuadrada sin calculadora.

Antes de terminar la entrevista, Russo me dejó una reflexión: “Lo importante es que el grupo está unido, está descansando bien. El fútbol puede esperar. El sueño no.”

Y así, mientras el avión se alejaba en el cielo, Boca aterrizaba en la dura realidad.